Bachaca de amor


...y fueron felices hasta que la cola se terminó

“Yo era de un barrio pobre del centro de la ciudad / Ella de clase alta pa’ decir verdad…” se escuchaba al fondo, en el tarantín más lejano, en medio del bullicio y los gritos, sin cesar, ¡no se coleen, malayos!
Ya en mi lugar, cual trono a defender con mi vida, al cruzar la segunda cuadra del súper, sentí su mirada, pegada al cogote, detrás de mí, y con suave voz me preguntó:
- ¿Qué están vendiendo?, mi amor
Eso me estremeció de muchas maneras, especialmente porque no tenía una respuesta clara, directa y cierta para esa mujer que osó inquirirme sobre el producto; a mí que por segunda vez, cual novato, bajaba la cabeza al sistema para poder comprar “lo que sea”.
“No sé, mi amor”, le reviré, y ahí, sin saber, empezó nuestra fugaz relación, condimentada con los precios de la carne, la escasez de toallas sanitarias y las elecciones del seis de diciembre. Y mientras quería hablar de otra cosa, de si “tienes novio” o si “nos vemos el próximo miércoles”, se encontró a una amiga
- Chaaama, ¿cómo estás? Vengo del negocio de los chinos, estaba marcando allá- le dijo la recién llegada mientras disfrutaba un cigarrito de a 30 bolívares, de una caja que trae 20 y cuesta 180.
- Y ¿qué hay a que los chinos, mija? ¿marcaste aquí también?
- Ve mi reina, no sé qué van a sacar los chinos, pero por si acaso, estoy en las dos. Hoy me toca a mí y hay que aprovechar el día.
Volteó, dio tres pasos y gritó: ¡Ya vengo!, y se perdió entre la multitud esa ninfa de las colas; esa amazonas del templete al que nos quieren acostumbrar en esta país del bronceado, porque cada día “toman el sol” dos grupos de venezolanos: el lunes, los de 0 y 1, y así sucesivamente hasta el viernes, cuando toca al grupo de 8 y 9. El fin de semana todo el mundo está bronceadito.
Pero volviendo a mi romance, ya solos, o sea en una comunicación bidireccional a pesar de cientos de personas bronceadas, nos miramos lánguidamente y reventó un palo de agua.
Allí, húmedos y calientes (no sean mal pensados), por la lluvia y el calorón, en vez de estrellas en el firmamento, volvimos a contar juntos a cuántos teníamos por delante. Tras seis horas faltaban pocos.
Le compré una agüita mineral en 100 bolívares; le brindé un tequeñón de 80; se bebió un nestí recargable en 100, y hasta le regalé el periódico que compré en 50 para que se protegiera su cabecita del intenso sol.
Me amó más, me dio un piquito y me dijo:
- Ya vengo, me guardas el puesto. Voy a hacer pipí.
Y vi alejarse en la plaza de enfrente, entre unas maticas, a mi cándida damisela. Soltó el cinturón, dobló sus rodillas y zas, no la vi más.
Me entretuve en otra pelea que me permitió entender que los funcionarios públicos no son personas como nosotros, porque los dejaban pasar con solo mostrar un carnet (cualquier parecido con lo que llaman cuarta república es pura coincidencia).
En eso, regresó. La extrañé un mundo. Llegó el tipo de rojo y dijo:
- La carne se estaba acabando. Voy a pasar a unos poquitos, y si queda, paso a otro poquito.
¡Qué bolas!, dijimos casi al unísono. Pero no me importaba. A mi lado estaba mi alma gemela de la runfla, la que me hace olvidar el vacío en mi estómago, pero también la que vacía mi cartera durante la faena, porque traga más que una lima nueva. Pero amor es amor, y los sacrificios valen la pena.
La vaina se acaloró más. Exigíamos explicaciones a siete horas a la intemperie sin resultados, sin un kilito de carne pa’ llevá.
- No hay máj cajne- dijo el encargado trajeado de rojo. – Vengan el próximo miércoles, cuando les toque.
Nuevamente nuestras miradas anémicas se encontraron, esperando el final. Le dije chao. Me dijo adiós. Nos vimos a lo lejos, volteó para guiñarme un ojo. Casi se esmadra por no ver por dónde ir.
Me quedé sentado, atrincherado aún por mi decepción, en todos los sentidos. Solo un fresquito me quedaba, si se puede hablar de frescura, aunque la cola se terminó y mi bachaca me dejó.
Porque nada es para siempre, y eso lo decido yo.

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