El mono del Cachamay
Bandido, pulgoso y fastidioso. Malandro, enajenado y rabioso. Ladrón, engreído y holgazán.
Tantos calificativos peyorativos parecen
describir a un ser inhumano, una escoria social; la vagabundería con pies,
dirían algunos. Parecen características de un ser deplorable; un personaje
detestable de algún thriller cuyas secuelas parecen nunca acabar.
Pero no. Estos epítetos son repetidos por los
visitantes al parque Cachamay para referirse al comportamiento de los monos que
allí cohabitan con una tropa de gente que invade sus espacios cada día, desde
muy temprano hasta antes del anochecer.
Sentado en una banca, muy cerca del árbol,
compartía con mis hijos unos cambures. Al ver a uno de los primates acercarse,
le ofrecí la concha o piel del fruto, algo que ellos comen con naturalidad en
su hábitat. Lo despreció cual persona a la que le das migas para comer y solo
quiere el plato fuerte y entero.
Me preguntaba, y lo comentaba con Santiago,
el mayor de mis hijos, cómo habían aprendido tanto estos pequeños que hasta
violentos se han vuelto. Y surgió la respuesta de inmediato: Es nuestra culpa,
nuestra responsabilidad, que los monos del parque Cachamay se comporten así.
Por doquiera hay letreros que advierten a los
visitantes sobre dar de comer a los animales del parque. Y obviar esta norma ha
obligado, por instinto, a estos animalitos a ser tan “molestos” cuando ven a
los transeúntes ingerir algún alimento o comer alguna chuchería.
O simplemente hacer sonar una bolsa plástica.
Porque hasta han aprendido que la gente usa bolsas para llevar la comida, y al
sacarla, el ruido los alerta de que hay algún tipo de alimento por ahí, aunque
sea chatarra, porque no distinguen a pesar que les da diarrea.
Observamos varios episodios para coger palco.
Monos correteando a niños y mujeres que llevaban algo de comer en la mano.
Arrebatos y saltos espectaculares de entre las ramas al suelo para adquirir el
preciado alimento que no provee la naturaleza sino el ser humano; incluso, la
comida chatarra que quizás ya ha generado adicción en estos pequeñitos.
Lo viví al llegar al área de los caimanes
(que nunca vi), cuando mi hija menor comía un sándwich y de pronto un mono se le
plantó en frente, agresivo, mostrando sus colmillos, y tuve que intervenir
antes que la aruñaran para quitarle un bocado. Incluso, me desafió cuando
oralmente traté de ahuyentarlo.
Y volvía la reflexión, el mea culpa: Cuánto
daño le hemos hecho a estos monos que corretean libremente por el parque, pero
son esclavos de un ser humano que los irrespeta a diario, desde hace décadas,
porque no es un problema de la cuarta ni de la quinta, sino de todos, quienes
vivieron y quienes vivimos.
Y no vamos a preguntar sobre el cuidado que
debe proveer el parque. Cada organismo conoce su responsabilidad.
Pero creo que es hora de tomar conciencia y
comenzar a cambiarle la vida a las generaciones de monos que habitan en los
parques de Guayana (porque en La Llovizna ocurre lo mismo).
Tratemos de no dañar más la maltratada vida
de estos animales.
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