Plenitud, un estado del alma



Tengo una amiga muy querida, quien tiene todo para ser plena, pero ella no quiere. Es profesional y madre exitosa; joven aún, con el atractivo de su belleza física, e inteligente. Lo que llamamos una mujer echada pa’lante, con todos los coroticos.
Pero está empeñada en ponerle más peros a la vida, darle más peso a sus temores, que a vivir. Incluso, está enganchada con un viejo amor al que atribuye su amargura continua. Eso le impide reconocer que es ella quien no deja ir, quien no suelta lo que le amarga, como un acto masoquista inconsciente.
Prefiere huir que enfrentar. Hace poco regresó de un viaje fuera del país y dice haberse sentido libre estando lejos de todo eso que le atormenta. Hasta hace planes para regresar y quedarse. Huir es su salida, confesado.
La plenitud en el plan físico no existe, Por doquiera, donde vayamos, hay problemas propios y ajenos con los que lidiar, tropiezos en el camino, desamores; todos momentos ineludibles del ser humano.
A pesar de todo esto, nuestro espíritu, nuestra alma, nuestra mente, tienen la capacidad para alcanzar plenitud, que no es más que gozar de la conciencia de que podemos cambiar nuestra realidad a favor. Es decir, hacer de todos esos momentos un libro viejo, descifrado ya, y únicamente vuelto a abrir cuando requerimos revisar errores o episodios de los cuales no hemos aprendido.
No es fácil; ninguno estamos exentos de esa sensación de querer salir corriendo, y más cuando la plenitud la relacionan con la perfección, siendo un concepto más cercano a la madurez emocional.
El estado de plenitud nos serena para dar pasos adelante; nos llena de conciencia sobre lo que somos, queremos y dónde estamos. Al tener conciencia somos capaces de hacernos felices hasta en la adversidad, incluso cuando llegamos a pensar que todo está perdido y que la única solución es huir.
¡Hazte feliz…!

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