Mordaz


Me acostumbré.
Cuatro días entre montañas y pinos (sin conocer su especie, pero exhuberantes y hermosos), bastaron para pensar en vivir en Mérida, con el trabajo de aquí.
El agua caliente; la pizca andina en la mañana; el friito diurno, no me quitaron las ganas.
Cuando apenas me sentía otro andino, sucedió lo inevitable en nuestra sociedad mundial: me topé con un drogo.
En lo que era la Universidad de la Caña (hoy Gradas), me tomé unas cervecitas tranquilito el mismo miércoles.
Cuando me dio ganas de hacer pipí, fui religiosamente al desaguadero de varones y me topé con dos panas. Ambos hacían movimientos extraños con sus manos y sus caras. No meaban, a pesar de estar al filo del enlosao.
Uno se fue. Yo comencé a hacer pipí. El otro se quedó y hacía con su nariz sonidos de alérgico... cuando se marchó me dijo: Disculpe, señor. Y yo, como si no fuera conmigo, guardé a perucho y salí casi detrás de él.
Me cagué, lo confieso. Luego un homónimo conductor de taxis, quien me llevó del hotel a la facultad, me dijo con tranquilidad: eso es casi legal aquí.
Aprendí.
Que cuando nos vamos lejos de donde nos merecemos, la vida nos da sorpresas (como a Pedro Navaja).
Lo importante es saber cómo no impresionarnos para poder seguir viviendo en paz, aunque a nuestro alrededor la escoria sobreviva.
No más...

Comentarios

Entradas populares